La historia comenzó a resonar con fuerza el 21 de junio, cuando la Iglesia Católica de Mendoza denunció que dos personas sin hogar habían muerto por el frío. Juan era uno de ellos. Lo conocían en el microcentro mendocino, donde dormía en la entrada de un edificio sobre la calle Perú.

Pero Juan nunca estuvo solo: Sultán, su perro, lo acompañaba fielmente, día y noche. Tanto era el vínculo entre ambos que Juan rechazaba cualquier ayuda que implicara separarse de su compañero. Se negaba a ingresar a refugios o a recibir atención médica si eso significaba dejar de lado al perro que amaba.

En los últimos días de mayo, la salud de Juan comenzó a deteriorarse rápidamente. Tenía EPOC,  neumonía y problemas cardíacos. Apenas respiraba, pero siempre se aseguró de que a Sultán nunca le faltara abrigo y comida.

Gracias a la ayuda de los vecinos, Juan fue llevado al Hospital Central de Mendoza (luego derivado al hospital de Tunuyán). “Sus últimas palabras fueron: ‘cuídeme el perro’”, cuenta María (una vecina), quien cumplió su promesa.

Sultán pasó los días siguientes en la casa de la vecina, con una casita armada y el colchón que usaba con Juan, para que no lo extrañara. Posteriormente, una familia que conocía a ambos lo adoptó. Ahora, Sultán duerme en un sillón, con abrigo, comida y afecto. Tiene un hogar, aunque su alma seguramente sigue buscando al hombre que lo eligió hasta el final.

Este hecho, tan doloroso como revelador, pone en evidencia no solo la crudeza de la vida en la calle, sino también el vacío que dejan las políticas públicas cuando no contemplan el vínculo emocional que une a muchas personas con sus animales.

Juan Carlos Leiva murió por sus problemas de salud y las consecuencias de vivir en situación de calle. Hasta sus últimos momentos, siempre pensó en su leal amigo Sultán, quien seguramente lo recordará y amará por siempre.